lunes, 10 de octubre de 2011

Navacerrada.

Entre las sábanas sintió frío. Al abrir los ojos no pareció reconocer el ambiente. Una habitación fría y poco acogedora.
No, no era la suya.
Llevaba más de una semana en el hotel y aún no se acostumbraba a esas sábanas verdes.
El olor a nieve inunda su cárcel. Mira por la ventana -no hay nieve, es Agosto-. Ante su vista observa montañas, un aparcamiento y unas vías de tren medio abandonadas.
El desayuno no es interesante, es lo mismo de siempre.
Más tarde, sale a pasear -no había mucho más que hacer en aquel infierno-.
Parece que cada reglón sea una nueva sensación, pero os aseguro que la sensación de asco inunda todo este texto.
Se sienta en la estación y llora.
Allí no hay despedidas, ni bienvenidas. No hay besos, no hay familias. Ni siquiera hay nadie que renuncie y huya a otro lugar -o huya hasta allí-.
Nada importa.
Importa él.
Pero, ¿cuando importas tú?
Pienso que todos me observan con palomitas, esperando a que me caiga.
Por más que piense que nada merece la pena no puedo caer. Rendirse... ¿No te rendiste aquella vez?
Si...
Me prometí que le haría feliz. Y no pararé hasta que él pueda ser feliz por si solo.
Se sentó en el bar y bebió. Era tan patético. Rodeada de viejos y ella bebiendo cerveza tras cerveza.
En la cena. Sentada sola en una mesa. La gente la mira y murmura.
En su habitación de doble ventana y sábanas verdes relee Platero y yo.
1421 Vinieron a decir un día a mi casa que un perro rabioso lo había mordido... Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la callejilla cuando se lo llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces.
Se quedó dormida.
Y despertó al día siguiente, sin recordar cuanto había leído por la noche y teniendo que empezar por donde lo dejó dos días antes.